El rescate imposible de los mineros del Pinabete: “Yo no sé por qué estoy vivo. Ahí nadie iba a vivir”
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Hay 15 hombres a 62 metros bajo tierra, pero eso es lo normal. Así pasa por aquí. La vida se deja en los pozos de carbón. Ese miércoles 3 de agosto de 2022, pasada la una de la tarde, las entrañas de Sabinas rugen. Lo primero que siente Héctor Javier Díaz Esquivel, El Mudo, es el ruido. Un estruendo seco. “Phhhh”, silba entre dientes. “Salió mucho aire con tierra”. A Fidencio Sillas esas bocanadas de viento gélido que escupen las galerías le extrañan. Ahí abajo el calor suele ser insoportable. Es más habitual sudar a chorros que pasar frío. ¿Se habrá reventado alguna de las mangueras de alta presión que, conectadas desde la superficie, hacen funcionar las pistolas neumáticas con las que arañan el carbón de la roca? No, no puede ser eso. Es demasiado aire, demasiado helado, cada vez más aire, cada vez más helado.
Después de un cuarto de siglo buscándose la vida bajo tierra, El Mudo no es un novato. Más de la mitad de sus 49 años, toda su vida laboral, la ha pasado en los pozos. No conoce otra cosa. Nunca ha salido de Coahuila, apenas se ha aventurado más allá de los cinco municipios de la región carbonífera, de los que se extrae el 99% del carbón que alimenta las calderas de México, centenares de pozos como aquel del Pinabete, estrechos e inseguros, muchas veces clandestinos, que agujerean el subsuelo y han hecho de las viudas llorando a las puertas de un derrumbe parte del paisaje, como los mezquites y el polvo. Por aquí lo llaman carbón rojo porque pide un peaje de sangre. Más de 3.000 mineros muertos en poco más de un siglo. Y ese miércoles la mina va a cobrarse 10 vidas más. Sus cuerpos se quedarán años en esas galerías. Los últimos huesos saldrán un San Valentín de 2025, 926 jornadas despues. Dos años, seis meses y 11 días.
Pese a su veteranía, El Mudo no entiende qué está pasando. Tampoco Fidencio. Ni Raimundo Tijerina y su hermano Hugo. Suelen trabajar juntos, pero ese día les toca una pareja distinta. En los pozos siempre se faena de dos en dos. Se turnan: uno pica y otro carga el carbón en la carretilla. Es una medida de seguridad, para que nadie se quede solo en esas galerías que seccionan el subsuelo como hormigueros kilométricos, a decenas, a veces cientos de metros de profundidad, con poco oxígeno, gases nocivos y el riesgo omnipresente de un derrumbe, pero también porque es trabajo pesado, demasiado para un único hombre.
En la superficie, la boca del pozo escupe aire con polvo negro del carbón. “Era un caos. Al principio pensamos que el terreno venía derrumbándose”, recuerda Fidencio. Así que corren hacia la plancha, el lugar por donde el malacate, un precario ascensor, desciende a través de un tubo, en el que apenas cabe un hombre, los 62 metros que los separan de la superficie.
El Mudo, Fidencio y un chaval al que llaman El Loco, Jorge Martínez, corren hacia el pozo más cercano. A Raimundo Tijerina aquel huracán subterráneo le agarra demasiado lejos, así que prueba su suerte por otra salida. Nunca se ha adentrado antes en esa dirección. Huye a tientas por terreno desconocido, pero sabe que hay otros pozos.
Al Mudo, Fidencio y El Loco el aire ya les muerde la nuca. Ya casi rozan la plancha del pozo, donde llega el malacate. Y, entonces, “el tsunami”: un torrente desde el suelo hasta el techo; una pared de agua de dos metros que siega a su paso maderos, carretillas y herramientas, que golpean contra los mineros. “Apenas corrimos como unos cinco metros cuando el agua nos llegó hasta el pescuezo”, evoca El Mudo. Raimundo, a la desesperada, encuentra la base de otro pozo. Pero también el agua. En el mismo momento. “Toda, hasta arriba. Vibraba el piso. Me agarré, pero el agua me tiró”.
En el túnel, a solo un metro del pozo, El Mudo y El Loco encuentran una burbuja de aire. Fidencio, un poco más atrás, no tiene tanta suerte. “Me tapó el agua y no me dejó respirar. Quedé fuera de esa burbuja. Me estiré, luché contra la corriente, topaba en el techo de la galería buscando oxígeno. Estaba oscuro. Intenté salir una vez, dos veces, y en eso tomé agua. A la tercera vez que salí ya tenía en mente: ‘Esta es la última oportunidad, si no agarro aire ahorita, hasta aquí’. Y en esa tercera vez salí a la burbuja de aire”.
En la burbuja la situación no es mucho mejor. En pocos segundos están sumergidos. Por los últimos cuatro centímetros que quedan entre el agua y el techo, solo pueden sacar la nariz. El resto de la mina está inundada por completo. La burbuja es algo excepcional, un oasis que la presión voraz del agua, en su ansia por inundar cada rincón, ha olvidado rellenar. Rezan, lloran. Fidencio solo puede pensar que no van a poder encontrarlos. El Mudo se acuerda de su familia. El Loco está en shock. Empiezan a hacer las paces con la vida y la muerte.
El Mudo se despide: “Ahí los veo en el otro mundo”. Su pierna está atrapada en un listón de madera bajo el agua. Logra zafarse. Y, en un acto que, en las miles de veces que ha vuelto a pensar en aquellos minutos que iban a ser los finales, solo ha podido explicarse como un milagro, palpa, sumergida, una de esas mangueras que ascienden por el pozo y conectan con la superficie. “Si voy a morir, moriré luchando”, grita. Y trepa manguera arriba. “Se me acaba el aire y pues tragaba agua y pensaba: ‘Hasta que se truenen mis pulmones’. Fue instinto de sobrevivir”.
Fidencio se quita todo lo que pueda molestarle: el cinturón, la faja, los tirantes de los que cuelgan las carretillas para aligerar el peso. Tiene miedo de engancharse con algo mientras sube a ciegas. Antes de seguir al Mudo, le dice al Loco que haga lo mismo. Y trepa: “Todo lo que daban los brazos para arriba. En el camino sentía que topaba con material del que el agua iba subiendo. Sentía golpes muy fuertes y de buena suerte que no me desmayé”. Cuando sale al pozo, ve que todavía quedan 30 metros hasta la superficie. Los compañeros de arriba tiran cuerdas y los sacan. El Mudo piensa: “Ya no la armó El Loco”.
A Raimundo Tijerina el torrente lo arrastra mina adentro. El agua entra en sus pulmones a su antojo. El pecho le arde. La corriente lo desnuda de las botas, el casco, la camiseta. Como ya no tiene fuerzas para hacer otra cosa más que pensar, Raimundo piensa: en su hermano Hugo, si “saldría o no saldría”, y en que ese día que él va a morir una de sus hijas cumple años. “Yo me despedí a mí mismo: ‘No, pues ya ni modo, hasta aquí llegué. Toda la vida trabajando en esto y aquí me voy a quedar’”. Y así, con la certeza de que su tiempo en la tierra se ha acabado, se duerme.
El agua es caprichosa con Raimundo. Lo remolca sin piedad. Y cuando se desmaya, decide escupirlo hacia la superficie. En su sueño, el minero siente aire. Respira. Abre los ojos. La corriente lo ha llevado hasta uno de los pozos. Ve la luz del día a 30 metros sobre él. Quiere gritar para pedir ayuda, pero no puede. Sus pulmones, como las galerías, están inundados. Piensa que no puede desmayarse otra vez. Alguien lo ve y tira una cuerda. “Me di varias vueltas y me amarré como pude”. Lo sacan.